Un día cualquiera
Como cada día, Ginés oye el zumbido de la alarma del móvil. Las siete en punto. Lleva rato despierto - desde la cuatro de la mañana- . La habitación está en penumbras, iluminada tan solo por la pantalla del teléfono. Mira a su mujer, Rosa, que a su lado duerme. Veinte años ya.
Con cuidado, se levanta, y descalzo se dirige a la cocina. No enciende la luz, no le hace falta. Enchufa la cafetera y se va a la ducha. Cuando sale del baño, Rosa ya se ha levantado. Ha preparado unas tostadas y colocado sobre la mesa dos tazas de café. Desde la puerta Ginés la mira, se mueve despacio, mecánicamente. Sigue siendo hermosa.
̶ Buenos días, ¿has dormido bien? ̶ le dice, mientras se acerca para darle un beso
̶ Como siempre, de un tirón – la miente.
Sentados a la mesa de la cocina, desayunan en silencio. Tras la ventana el cielo comienza a cambiar. Poco a poco la ciudad aparece. Los edificios, con sus ventanas en negro, se van iluminado.
A la siete y media Ginés sale de casa, y se encamina hacia la estación. En su mochila una bolsa térmica con la comida y un ejemplar atrasado del 20 minutos. A esas horas la calle rezuma actividad. Estudiantes, madres, ejecutivos… Todos corren, tienen prisa. Él no.
Cuando llega a la estación, se dirige al vestíbulo central, y se sienta en un banco. A esas horas todos están vacíos. Nadie espera, todos corren, se dirigen al andén. Miran nerviosos sus relojes de pulsera. Comprueban los minutos que faltan para la llegada de su tren. Algunos cabecean malhumorados. Desde su posición Ginés los observa pensativo. No hace tanto él formaba parte de aquella manada. Corría para coger el tren, se impacientaba si llegaba con retraso, compraba el periódico, se tomaba un café, bromeaba con la camarera,…. Tenía un trabaja donde llegar.
Sobre las 10, sale de la estación.- Rosa ya estará en la oficina- . Ginés se dirige al parque, camina despacio. Se para frente a los escaparates. Observa como el ritmo de la ciudad se tranquiliza. La gente ya no tiene tanta prisa. Cuando llega, se sienta en uno de los bancos que están frente al lago. Le gusta mirar sus fuentes gemelas. Es pronto y el parque está casi vacío, sólo algunos jóvenes y no tan jóvenes, corren huyendo de quien sabe qué.
A partir de las 12, la escena cambia. El parque se puebla de abuelos solitarios, o rodeados de nietos. Madres con sus hijos pequeños, grupos de estudiantes que se han escapado de clase, señoras que a falta de tener con quien hablar, charlan con el perro que les acompaña.
Ginés los mira. Imagina cómo serán sus vidas. Entre todos ello busca a Alfonso, un anciano con el que charla cada mañana. Suele llegar a las 12 y media, hoy se retrasa.
Desde que perdió el trabajo y comenzó con su farsa, Alfonso era la única persona con la que no tenía que fingir. Apenas le conocía y quizás fuera `por eso que no le costó trabajo contarle su situación. Desde el primer día, el anciano comprendió lo que le pasaba y sobre todo no le hizo sentirse culpable.
Pasados 15 minutos le ve acercándose despacio, midiendo cada paso, ayudándose con el bastón. Ginés sonríe, hoy tampoco esperará solo.
̶ Buenos días, Ginés ¿no le has dicho nada?
Ginés niega con la cabeza
― Buenos días, quizás mañana.
̶ Tienes que decírselo.
Se sientan juntos y comienzan a hablar de cosas sin importancia, pasan el tiempo y se hacen compañía. Sobre la una y media Alfonso se levanta con dificultad, y se despide.
̶ Cuéntaselo.- le dice mientras se aleja.
Ginés no contesta. Tan solo se despide con un gesto. Y en voz baja murmura ̶ Hasta mañana ̶.
Ya solo. Mira con desgana la mochila. Saca la bolsa térmica y en silencio comienza a comer. La comida esta fría.
Sobre las cinco abandona el parque, y se dirige a casa. Da un rodeo por el centro de la ciudad y llega sobre las seis de la tarde. Saca la llave del bolsillo y abre la puerta.
̶ Ya estoy en casa.
Por el pasillo aparece Rosa, vestida con un chándal violeta y con el pelo mojado.
̶ ¿Qué tal en el trabajo?- le pregunta mientras le da un beso.
̶ Como siempre.
Encarna
4/06/15