Deposite los objetos metálicos en consigna
Después de pasar la noche en blanco, Manuel pasea por la casa vacía. Por la ventana, sin cortinas, se cuelan las primeras luces del amanecer que ilumina los escasos muebles. Una cama, un armario con el espejo nublado, una mesita de noche, y sobre ella, la foto de su familia, una pistola y una carta del banco sin abrir.
En el pasillo, varias cajas de cartón y una bolsa de herramientas. Es lo único que queda. Despacio, sin ganas, se pone la chaqueta, mete en el bolsillo la carta, la foto y la pistola, coge la bolsa y sale a la calle.
Las farolas aún encendidas iluminan melancólicas la calle desierta. Manuel enciende un cigarrillo, y se dirige al banco. El reloj de la parada del autobús, marca las siete y media. Aún es pronto, hasta las ocho el banco está cerrado Tiene tiempo de tomar un café.
El camarero al verle le saluda y sin preguntar le sirve un café con leche. Manuel apoya la bolsa de herramientas en el suelo, coge uno de los periódicos que descansan en la barra y espera.
Cuando dan las ocho en punto, apura su café, ya frío, y deja todas las monedas que lleva sobre el mostrador. Coge sus herramientas y sin despedirse, vuelve a salir a la calle.
Al entrar al banco, una voz metálica le avisa que debe depositar los objetos metálicos en la consigna. Manuel ya lo sabe pero no se mueve. La cajera, una joven flacucha y con la cara llena de pecas, levanta la cabeza, y le ve atrapado entre las dos puertas, inmóvil, mirándola, con un gesto Manuel señala la bolsa de herramientas, demasiado grande, y encoje los hombros. Un segundo después la puerta se abre.
Manuel sonríe a la joven, deja la bolsa junto a la máquina de control de turnos, y recoge un pequeño ticket, B4, se sienta y espera a que su número aparezca en el panel.
La sucursal está casi vacía. La cajera atiende a una anciana que no tiene prisa, ya ha guardado el dinero de su pensión en un bolso minúsculo, se ha colocado el abrigo pero no se separa del mostrador. Manuel las observa, oye como la anciana cuenta los hilvanes que tiene que hacer para llegar a fin de mes, lo joven que era cuando se quedó viuda, lo mal que le sienta este frío para sus huesos….Habla sin parar, sin esperar respuesta. La cajera asiente con la cabeza, mira a la anciana con una sonrisa postiza y la escucha sin decir una sola palabra.
A la derecha dos despachos, separados por paneles acristalados. Uno de ellos vacío, dentro del otro, un joven habla por teléfono. De pie, tras la mesa, sonríe, se coloca la corbata, recorre el pequeño espacio que ocupa su oficina. ..
Manuel le mira y piensa. Es un hombre con éxito, seguro de sí mismo, sin problemas. Mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y nota el tacto de la pistola, liso, suave. Junto al arma, la foto, las llaves y la carta.
El sonido de la voz metálica le hace girar la cabeza. Una mujer morena, con un niño en brazos está atrapada entre las puertas, mira a la cajera, y de nuevo la puerta se abre.
El director sigue hablando por teléfono. Manuel vuelve a observarle Es alto, moreno, con el pelo corto, engominado, viste un traje gris, seguro que hecho a medida, camisa blanca y corbata con diminutas fresas.
Cuando cuelga, con un gesto se coloca el nudo de la corbata, se sienta, retira algunas carpetas que están sobre la mesa y manipula el teclado del ordenador. En el panel aparece un número, B4.
Manuel se levanta, sonríe al niño, que ahora corretea por la sala, se mete la mano en el bolsillo y entra en el despacho.
― Buenos días ― Le saluda el joven estrechándole la mano ― Siéntese por favor― ¿En qué puedo ayudarle?
Manuel, sin contestar, se sienta.
Sobre la mesa, entre la pantalla del ordenador y el teléfono, una placa en la que se puede leer. Arturo Zarzo Del Pozo.
Manuel con voz pausada responde:
― Hace unos meses, si pudo ayudarme, pero no lo hizo.
― No entiendo, ¿Qué necesita?
― Nada, ya no necesito nada.
Manuel introduce la mano en el bolsillo y deja sobre la mesa, la carta, las llaves y la foto.
El joven está incomodo, no sabe qué hacer, qué decir, mira al hombre que tiene delante, intenta reconocer su rostro, acordarse de él, saber quién es. Se afloja el nudo de la corbata, gira la silla, calla.
Manuel le mira, ahora no le parece tan seguro. Se lleva la mano al bolsillo y saca la pistola.
Fuera la mujer morena espera paciente su turno, mientras el niño sigue correteando por la sala. Todo está en silencio. El ruido de un disparo frena los juegos del pequeño.
La madre, asustada coge a su hijo, y tras los cristales del despacho ve como la camisa del director, hace unos momentos blanca, está salpicada de diminutas fresas.