Tarde de cine
La tarde era clara, llena de luz. No me apetecía esperar la hora de la cena encerrado en aquella habitación. Una habitación pequeña, gris, nada acogedora. En la cafetería del hotel, personas de paso, ocupaban en solitario casi todas las mesas, hablaban por teléfono, leían el periódico o manipulaban sus ordenadores. Como yo, esperaban la llegada del lunes, donde, a salvo en las oficinas, dejaríamos de ser anónimas, de sentirnos perdidos en una ciudad que no era la nuestra.
Tras la barra, un hombre mayor limpiaba una copa. Sus movimientos eran lentos, innecesarios. Miraba a aquella tribu de solitarios y movía los labios, entonando una canción muda. Por un momento nuestras miradas se cruzaron, le saludé con un leve movimiento de cabeza y salí del hotel.
Ya en la calle encendí un cigarrillo y, camuflado tras una nube de color azul, comencé a caminar. El hotel estaba en pleno centro y la calle llena de gente. Era domingo por la tarde, y mujeres, hombres e incluso ancianos pasaban a mi lado, con prisa, con urgencia, huyendo de su propio tiempo.
Necesitaba salir de aquella autopista humana. Tomé un desvío y descubrí una calle estrecha, apartada de aquel tumulto. Sembrada de soledad. Al final de la misma, llamó mi atención un cartel de una sala de cine que con grandes letras anunciaba la reposición de una película de Woody Allen “
Encendí otro cigarrillo y caminando con pereza me acerqué a la taquilla. Tras la pequeña jaula, no encontré a nadie, todo parecía estar abandonado. Me asomé al vestíbulo. Vi las paredes repletas de carteles descoloridos desde los cuales, caras en blanco y negro, sonreían, bailaban, se besaban con pasión…Un auténtico cine de barrio.
Ya estaba a punto de marchame cuando tras los cristales de la taquilla, noté el movimiento de una sombra. Al acercarme vi a una mujer mayor. Parecía haberse caído de uno de aquellos carteles que empapelaban las paredes del vestíbulo. Tenía el pelo blanco, peinado con hondas simétricas. Las cejas se alzaban formando dos arcos perfectos, los labios finísimos, pintados de rojo pasión, y alrededor del cuello, un collar de perlas se enroscaba como la soga de un ahorcado, para después, perderse de vista tras el cristal del cuchitril que era la taquilla.
Compré una entrada y entré. Quince filas de butacas llenaban aquel espacio, todas tapizadas de terciopelo rojo, al menos, me pareció que alguna vez ese fue su color.
La sala estaba casi vacía, en las primeras filas imaginé la silueta de algunas personas ya que, desde donde estaba, solo podía intuir, alguna sombra, algún movimiento....
Me senté en la última fila, junto al pasillo, muy cerca de la salida, y un guiño de la memoria, me transportó a otro tiempo, otra sala, la misma última fila.” La fila de los mancos”. Por un momento las tardes de sesión doble, se colaron dentro de mis bolsillos. Entonces, no me refugiaba en el anonimato, no me alojaba en hoteles, no maquillaba mi soledad en una sala de cine…Recordé como, buscábamos la última fila. Como antes de que la oscuridad llenara la sala, incluso antes de que el león de
Poco a poco las sombras se apoderaron de la sala. Las luces de emergencia temblaron en las paredes laterales, tan débiles que parecían a punto de morir.
La falta de luz competía con la ausencia de ruido. Nada, ni un susurro, ni siquiera el quejido de los esqueletos de las butacas. Tenía la sensación de estar ahogándome en aquellas tinieblas. La pantalla continuaba ciega. La sala muda.
Sin saber por qué, el recuerdo de la oscuridad, antes tan agradable, ahora, aceleraba mi respiración como si no hubiese suficiente aire. Sentía la necesidad de huir, correr hacia la calle, buscar el bullicio, la compañía de todos aquellos desconocidos que caminaban con prisa, alejarme de aquella soledad que por momentos se apoderaba de mí. Sin embargo, no podía moverme. Notaba mi cuerpo ausente, frío.
Las manos crispadas agarraban con fuerza los brazos de la butaca, sentían el tacto de su tapicería, quizás suave en otro tiempo, ahora áspero, llenos de cicatrices. Me sentía extraño, fuera de lugar, notaba el pulso desbocado, la boca abrasada, volvía a faltarme el aire, apenas podía respirar.
De pronto una ráfaga gélida se coló por el pasillo, y una sombra se detuvo junto a mi butaca. Solo era un bulto. Negro sobre negro.
Como un resorte, me encogí, ella pasó rozándome las rodillas, y el frio del invierno mezclado con el aroma inconfundible del Ozonopino, envolvió la última fila.
Ella se sentó a mi lado, tenía que ser ella. Cerré los ojos, y su aroma me devolvió a la adolescencia, al tacto cálido de un cuerpo joven con quien compartir la tarde.
En ese momento, una columna de luz acompañada de un traqueteo familiar devoró las sombras. Y poco a poco la pantalla se iluminó, el león rugió y los actores llenaron la oscuridad, paseándose entre las filas de butacas.
El hilo de la película era lo de menos, los reflejos de la pantalla iluminaban la silueta de mi acompañante que seguía siendo una figura opaca, casi irreal, un mero reflejo de los personajes que ajenos a nosotros vivían su vida de ficción.
Por un momento sentí su mano sobre la mía, y un escalofrió sacudió todo mi cuerpo. Busqué su mirada y a través de sus ojos, vi la pantalla ciega, la sala vacía y en la última fila, mi cuerpo rígido con una rosa púrpura sobre las rodillas.
Encarna (junio 2016)