Cándido
Esta historia ocurrió en una zona rural, donde los vendavales eran frecuentes. Cándido, un aldeano del lugar, como todas las tardes, trabajaba en el campo, atendiendo al ganado y mimando sus tierras. Un buen día, todo el pueblo quedó conmocionado. Se desató una gran tormenta de viento y algunos vecinos vieron cómo mientras Cándido echaba heno a sus vacas, un rulo de paja, empujado por la tormenta, comenzó una loca carrera. Al principio el rulo se movía despacio, después de unas cuantas vueltas, rápido como un caballo desbocado. El rulo se dirigía sin remedio hacia donde se encontraba Cándido.
Todos gritaron, hicieron aspavientos con las manos, incluso saltaron agitando los bastones, Pero Cándido absorto en su trabajo no oía los gritos.
De pronto, aquel gigante de paja le pasó por encima.
Todos aquellos que vieron como su vecino desaparecía se quedaron mudos. Algunos se tapaban la cara, lloraban, imaginaban a su vecino tendido en la tierra, mal herido o muerto.
Pasados unos minutos, como si nada hubiera ocurrido, Cándido se levantó, les saludo con ambas manos y siguió a lo suyo.
—Extraño. ¿No?―
La gente pensó que quizás Cándido habría caído dentro de un surco y el rulo ni siquiera le hubiera rozado, ¿Quién sabe? El caso es que su vecino estaba bien, claro está, la noticia corrió de casa en casa e incluso de pueblo en pueblo. Algo extraordinario había sucedido.
Pero con el transcurso de los días, y el que hacer de la cosecha, aquel suceso quedó como una anécdota más entre las muchas que se contaban en el pueblo.
Cándido siguió con su vida, sus animales y sus tierras, pero después de aquel día, algo había cambiado en él. Por la mañana, encontraba briznas de paja sobre su almohada, rastros en el sofá, cuando caminaba unos hilillos amarillos delataban su ruta, y si paseaba por sus tierras, los pájaros desaparecían.
Nadie decía nada, aunque todos notaban que su vecino no era el mismo. Incluso él se daba cuenta que, según avanzaba el verano, y el otoño se asomaba por las esquinas, estaba más ligero, la ropa le quedaba grande, y solo estaba cómodo en el granero.
Ya entrado el invierno Cándido cayó enfermo, no tenía fuerzas para nada, se sentía débil, como si el frio y la nieve le robaran la vida, sin ganas de salir.
Contrató a un joven del pueblo para que cuidara tierras y ganado, y fue a buscar a Adela, su hermana, la beso, se despidió de ella, se encerró en el granero, y sobre un montón de paja se durmió.
Después de varios días sus vecinos, preocupados, fueron a ver qué tal se encontraba. Pero Cándido no estaba, había desaparecido. Sobre la paja solo quedaba su ropa, sus zapatos y un montoncito de briznas doradas. Asustados, avisaron a Adela.
Un silencio monacal invadió el granero, todos se miraban extrañados sin atreverse a decir en voz alta lo que sin duda todos estaban pensando.
Su hermana los mando a sus casas. Ella conocía bien a su hermano, seguro que volvería. Cerró la puerta y decidió que nada se tocaría hasta que Cándido regresara de donde quiera que se hubiera ido.
Ella intuía lo que había ocurrido, pero calló. Cada mañana acudía al granero, acariciaba aquel montoncito de paja, le hablaba, se ocupaba de que no se sintiera solo, pensando que con el sol de la primavera su hermano regresaría.
Y amigos, así ocurrió, una mañana cuando el sol comenzaba a calentar y las cigüeñas volvían a sus nidos, Adela encontró a su hermano durmiendo plácidamente sobre las parvas de paja.
Cándido había regresado, estaba feliz, con ganas de pasear y ocuparse de todo. Como un niño que encuentra su juguete perdido, abrazó a su hermana y juntos regresaron a casa…
Esta es la historia que me contaron. Increíble. ¿No?
Encarna