Agua
Caminábamos por la dehesa.
Encinas robustas con dedos retorcidos por el paso del tiempo, algunas mutiladas por la rabia de la tormenta. Retamas, escaramujos, zarzas preñadas de moras ya secas, y tras las jaras y los acebuches, las vacas que al otro lado de la cerca nos miraban desconfiadas.
Bordeando el camino, un pequeño murete de piedras desiguales nos guiaba hasta el cogote. Desde allí podríamos ver todo el pueblo. El silo con un nido de cigüeñas en lo alto. Las eras abandonadas y llenas de barbechos. Las casas formando una media luna de pizarra y teja. Y al fondo, sobre una alfombra multicolor salpicada de amapolas, linos y margaritas, la iglesia.
Cuando llegamos a la cima, sobre el cerro, Una inmensa nube gris amenazaba con tragarse los retales de algodón que salpicaban el cielo. Aún no había comenzado a llover, pero ya olía a lluvia. Aceleramos el paso, era inevitable, la tormenta nos acechaba. Las hojas de los árboles se agitaban inquietas, intuyendo la cascada que se avecinaba. Un rayo rasgó la masa plomífera que nos cubría para, poco después, atronar nuestros oídos. Teníamos la tormenta encima.
Comenzó a llover, y con las primeras gotas de lluvia la tierra se esponjó. Los rayos rasgaron el cielo ahora negro, seguidos de truenos que retumbaban contra la ladera de la montaña.
Caminábamos deprisa, casi corríamos. Aún estábamos lejos del pueblo y no teníamos donde resguardarnos. En un momento, las gruesas gotas de lluvia se transformaron en una cortina de agua que casi nos impedían ver el camino. El cielo se deshacía sobre nosotros. Empapados, dejamos de correr. Poco a poco la fuerza de la lluvia disminuyó, dándonos un respiro. Los relámpagos cesaron, llevándose con ellos la voz ronca de las nubes, ya deshechas.
Ahora llovía mansamente, olía a limpio, a tierra mojada, el sol apareció y su luz descubrió entre los escaramujos, brillantes gotas de lluvia atrapadas entre sus ramas. Y como si fuera una broma, cuando llegamos al pueblo dejó de llover.
Encarna
21/05/15