Cartas y bizcocho

Asomada a la puerta de la cocina, observo como Martina y mi madre, están sentadas a la mesa llena de cuadernos rotuladores y lápices de colores. En la televisión, demasiado alta, una serie de dibujos animados  a la que nadie presta atención. No me han oído llegar.

 Martina con la lengua doblada sobre el labio superior, como siempre que está concentrada, colorea sin parar las láminas de su cuaderno. La abuela, con dificultad, escribe sobre los renglones, imitando las letras que repite una y otra vez. Sus dedos  anudados no  le facilitaban la tarea.

Ahora, la niña mira a la anciana, le lleva la mano, sonríe…

− Abuela lo haces muy bien −  dice mientras le acaricia el brazo con ternura.

La anciana deja el lapicero sobre la mesa, y cogiendo su cuaderno lo acerca a la luz y sonríe.

― Me  engañas…

― No te engaño. ¿Quieres que lea este cuento?

La anciana vuelve a sonreír y deja su lápiz sobre la mesa. Martina comienza  a leer en voz alta.

En un lejano país…

Cuando las miro, veo otra cocina, otra niña.

En esa cocina la niña soy yo, y la anciana mi madre. Entonces, joven con el pelo oscuro. Allí, es ella quien lee y escribe las cartas que recibe Esperanza, nuestra vecina…

El  reloj marcaba  las 5 en punto. El sol doraba suavemente la cocina, tamizado por los visillos que cubrían las ventanas. El olor a café, a leche caliente y bizcocho de limón trepaba por las paredes, (aún hoy sigo soñando con ese olor maravilloso). Una  niña  rubia como Martina con el mismo gesto, colorea las hojas de  su  cuaderno. Sobre la mesa  unas cuantas pinturas de colores  y de fondo un programa de radio al que nadie prestaba atención.

Junto al fogón,  mi madre y Esperanza.

Esperanza era gitana, con el pelo  como un pedazo de noche, ella no sabía  leer ni escribir, y cuando recibía carta de Manuel, su novio, venía a casa.

Ya por la mañana  asomada  a nuestra  puerta, siempre abierta, hablaba bajito con mi madre y por la tarde, aparecía con un sobre y un  bizcocho de limón.

Manuel, tampoco sabía leer ni escribir. Esperanza le contaba  a mi madre que José un compañero escribía y leía  sus cartas.

- Debe ser una buena persona como usted.

 Mi madre cuando escucha el usted, sonríe, después de tantos años….

Entre las dos preparaban la mesa. Mi madre  amontonaba las pinturas y apartaba el cuaderno para hacer sitio a las tazas y los platos, todos diferentes, las  servilletas recién lavadas  desprendían olor a lavanda.

Esperanza preparaba una  taza de café para ellas, y una taza de  leche   caliente para mí. En el centro, el bizcocho que había preparado por la mañana.

A escondidas,  Esperanza ponía dos  cucharaditas de su café en  mi taza mientras me guiñaba un ojo. Mi madre hacia como que no se daba cuenta y abría la carta.

Mientras mi  madre leía, Esperanza jugaba  con un pañuelo salpicado de pequeñas flores, sonreía, tomaba un sorbo de café.

Otras veces hablaba muy bajito, con la voz llena de lluvia. Entonces, mi madre dejaba de leer, sonreía y murmuraba palabras cálidas, llenas de sol. Al oírlas los ojos de Esperanza se suavizaban, atrapaba una lagrima que resbalaba por su mejilla,  tomaba otro sorbo  de café y volvía a sonreír.

Cuando terminaba de leer, apartaban las tazas, mi madre sacaba una hoja de papel del cajón de la mesa, y comenzaba a escribir.

“Querido Manuel…”  

Ahora mi madre no escribe, sus dedos deformados no dibujan vocales redonditas y su  lapicero recién afilado se ha quedado perdido en el recuerdo.

 

Encarna

Marzo 2018

 

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