Aurora
El olor a boniato y castaña asada, me hizo buscar el puesto. Ese aroma entrañable se mete por los portales anunciando la Navidad. La calle repleta de gente, iluminada en cada uno de sus rincones, luces rojas, amarillas. Deslumbrantes estrellas atrapadas entre las ramas de los árboles.
Allí estaba junto al puesto de castañas. Era Aurora, la madre de un compañero de clase de mi hijo pequeño .Había cambiado mucho. Estaba delgada, pálida, con la mirada ausente y esa tristeza que no se puede esconder y sentada en una silla de ruedas.
No parecía la misma. La Aurora que recordaba era una mujer alegre y divertida, llena de vida. Cuando nuestros hijos estaban en el colegio, un puñado de madres formamos un grupo de actividades. Nos juntábamos cada jueves. En las fiestas escolares, éramos quienes preparábamos los juegos, hacíamos los disfraces, organizábamos las obras de teatro que los niños reinventaban. Cuando no había nada que preparar y no teníamos excusa, simplemente pasábamos la tarde frente a una taza de café.
Con ella no era fácil aburrirse. Siempre contaba anécdotas divertidas, proponía ideas originales, algunas llenas de chispa otras imposibles. Como cuando quiso comprar tres gallinas “vivas”, soltarlas en el gimnasio y que los niños de infantil intentaran atraparlas. Lo pasábamos bien...
Un jueves, Aurora no apareció, después otro y otro más. La llamamos por teléfono, no lo cogía, su familia amablemente nos contaba que se encontraba mal, que no podía ponerse, o que estaba fuera. Cuando acabó el curso, desaparecieron nuestras tardes de los jueves y con ellas, Aurora.
Hoy la tenía enfrente. No podía dejar de mirarla, junto a ella, un muchacho compraba un cucurucho de castañas, quizás su hijo. Cariñoso se lo dio a Aurora, solo entonces la vi sonreír. Después, hábilmente empujó la silla de ruedas en la que estaba su madre, y se perdieron entre la gente.
No me acerque, ni siquiera lo intenté. Pero cuando dejé de verlos, noté que las luces de la calle habían perdido todo su brillo