Placer mínimo

Cada tarde, me  tumbaba sobre la  lancha de piedra que estaba en el jardín. El sol, la había calentado durante toda la mañana. Cuando me recostaba sobre ella,  el calor del sol que guardaba se extendía por todo mi cuerpo. Esa sensación  me hacía viajar a playas blancas y solitarias que  existían en mi imaginación.

Con la planta de los pies,  acariciaba el musgo  que salpicaba toda la piedra. En primavera, su tacto era suave y húmedo. Ahora lo notaba  seco y  áspero. A lo lejos se  escuchaba el canto de las cigarras, única banda sonora que tenía a mi alcance.

Ya casi estaba, si pegaba la oreja a mi piedra,  podía oír  el murmullo del agua acercándose  despacio, sigilosa. De pronto,  los aspersores explotaban  dejando escapar una cascada de agua  que,  aun esperada,  siempre me pillaba por sorpresa.  Sentía  como el agua resbalaba por mis piernas, mi espalda. Atravesaba mi   ropa. Recorría  mi cara y  caía dentro de mi boca dejándome el regusto del  agua del pozo.

La piedra,  al recibir  el  agua fría desprendía un olor  lejano, como  a lecho de rió, a lluvia recién estrenada. Me maravillaba  ver el  arco iris que dibujaba el juego del agua. Sus  colores  aparecían y desaparecían   al compás del giro del aspersor.

El ruido del agua había enmudecido a las cigarras.

Después,  pasados diez minutos, los  aspersores callaban y el agua dejaba de acariciarme. El olor a tierra mojada  se escondía por todas partes. Oía el murmullo de la hierba  atrapando  las últimas gotas de agua que tenía a su alcance. Y yo me quedaba quieta, con los ojos cerrados, sintiendo como el sol secaba mi ropa, escuchando a las cigarras que volvían a cantar.

 

                                                           Encarna

                                                                       11/05/15